Los ángeles bajan en el anochecer y se extienden por las fachadas que al poniente dan, tan tal duzura flotante, musical, que da miedo, miedo por ellos, a pesar de sus alas y de la indiferencia inclinada del pueblo. En el campo se está tranquilo. Se confunden, juegan acaso, conversan con los pájaros que vuelven, circular entre los sonidos de las esquilas, y sonríen a los silbidos lejanos. Se posan como pájaros espectrales sobre un caballo blanco o una vaca blanca, puros de la penumbra baja, y, casi fluida. Y se fijan al fin, se adhieren, ¿hasta cuándo? a la pared encalada de un rancho posado sobre la loma. ¡Oh, el rancho celeste sobre la loma, flotando hacia el azul triste, anochecido, del oriente! Juan L. Ortiz