Todo lo que vemos está penetrado de eso -las copas distantes de los árboles con su aguja (tan inocente), la escalera, el fulgor fijo de la ventana- perforado como un colador por el mal que no es malo, el romance que no es misterioso, la vida que no es vida, un presente que está en otra parte. Y después, en las pequeñas reverencias del baile, lo codeas, lo toqueteas. El día que hiciste eso tuviste al fin que parar, porque hacerlo ponía en juego toda la tela, no había otra forma de presentarse. Doblaste las rodillas para recoger esas joyas preciosas de agua de manantial salpicadas sobre el musgo y vacilaste al borde de esta calle calma con sus veredas, su tráfico, como si vinieran a agarrarte. Pero no había nadie en la resolana del mediodía, sólo pájaros como secretos a ser descubiertos y una casa adonde ir, un día de éstos. La luz ensombrecida entonces fue vista como nuestras vidas, cualquier cosa acerca de nosotros que el amor quisiera examinar, luego dejar de ...