La semana pasada fui tres veces a terapia, y aún así no logro calmar mi ansiedad ni mi tristeza. Hoy dije cosas que no debería haber dicho, y no quiero ni pensar en la tormenta que se avecina. Aparte no estudié nada, me va a ir horrible y no sé qué voy a hacer después. Hundirme en un pozo de angustia, seguro -as usual. Quisiera ser más organizada, más equilibrada, con todo. Tengo ganas de dormir hasta fin de año.
Cada cosa viva o muerta que el mundo rechaza se reúne: las raíces de los árboles secos que siguen profundamente agarradas a un suelo que ya no las retiene, el moho que al crecer parasita el tallo de la planta joven, el perro moribundo tirado al costado de la ruta, las ramas más jóvenes del ceibo que el temporal derriba, la serpiente de coral emboscada por la fiera, que se repliega sobre sí y permanece quieta como si fuera su propia cáscara vacía en el monte espeso. Para quienes fueron dañados, todo lo que llega después del daño es una gracia. Alguna vez vadearon la vida como si fuera un estanque lleno de alimañas, peligroso en la superficie y en el fondo, hecho para el lucimiento de los intactos y los fuertes. Los que no tienen nada que perder entienden la serenidad con que la materia cesa de resistirse al fin a ser vencida. No hay debilidad ni cobardía en ese dejarse ir que aún en medio del dolor crea puntadas de consuelo: quien fue lastimado una y otra vez sabe
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