A veces me da miedo no tener nada que hacer ahí, en el medio de todos ellos que se conocen unos con otros porque el primo del mejor amigo del hermano de su hermano, y la hija de la vecina de la tía segunda de su primo tercero, más la hermana de la compañera del jardín al que fueron cuando tenían tres años, porque después se mudaron a Londres (no, eso fue antes de Timbuktú) bla bla bla. Ellos que veranean todos los años en Punta (del Este), la Mansa, la Brava, el Disco, y el Devoto y bla bla bla. Y es entonces que me doy cuenta, justo cuando pensaba que sí, me siento cómoda, creo que no, que quizás seamos muy diferentes, que quizás nunca me sienta cómoda, en todo caso ahora veo con otros ojos a esos que entienden lo que es Albatros, Los Exquisitos, la 3. Aunque no me guste la playa, ni Punta ni Gesell (lo mío siempre va a ser Colonia y el sur), pero a los que me hablan de Carlitos, los siento más cerca.
Cada cosa viva o muerta que el mundo rechaza se reúne: las raíces de los árboles secos que siguen profundamente agarradas a un suelo que ya no las retiene, el moho que al crecer parasita el tallo de la planta joven, el perro moribundo tirado al costado de la ruta, las ramas más jóvenes del ceibo que el temporal derriba, la serpiente de coral emboscada por la fiera, que se repliega sobre sí y permanece quieta como si fuera su propia cáscara vacía en el monte espeso. Para quienes fueron dañados, todo lo que llega después del daño es una gracia. Alguna vez vadearon la vida como si fuera un estanque lleno de alimañas, peligroso en la superficie y en el fondo, hecho para el lucimiento de los intactos y los fuertes. Los que no tienen nada que perder entienden la serenidad con que la materia cesa de resistirse al fin a ser vencida. No hay debilidad ni cobardía en ese dejarse ir que aún en medio del dolor crea puntadas de consuelo: quien fue lastimado una y otra vez sabe
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