Subo al tren, no hay mucha gente. Me siento enfrente de una pareja, ella de pelo rubio teñido, él parece más grande, cada tanto me mira el escote, yo intento cubrirme con mi abrigo, de vez en cuando ella me mira muy fijo, todo raro, bastante incómodo. Del otro lado de la ventana, los edificios se suceden uno tras otro, las ventanas iluminadas -algunas de tono amarillo, naranja, otras más verdesazulados-, luces y más luces, y todo se vuelve pequeño, reflejos luminosos, neón, ciudad.
Una o dos estaciones después, sube un chico de los que me gustan a mí, alto, barba, un poco desgarbado, se sienta en el piso, en el vagón siguiente, estamos en diagonal, lo miro, algo de él me atrae, ahora soy yo la que mira fijo, cada vez que mira hacia donde estoy yo me empieza a latir más fuerte el corazón, lo juro, tan sola como para que intercambiar miradas con un extraño en el tren sea el momento más emocionante del día (y quién dice tal vez de la semana). Empiezo con mi fantasía romántica adolescente delirante: lo veo sacar algo de la mochila, pienso quizás un cuaderno, un papel, algo para anotarme su mail o su teléfono y entregármelo antes de bajarse. Me pongo nerviosa. Y al mismo tiempo, realismo: eso no va a suceder, tu vida no es un guión de Hollywood. Lo miro, pero cuando lo veo girar hacia mí, vuelvo a la ventana, no puedo, me da miedo, me reconozco inútil e infantil, cómo puede intimidarme algo que ni siquiera existe, que es puro producto de mi imaginación. Pasan estaciones y pequeños puntos luminosos en la distancia, de reojo lo veo levantarse y otra vez las pulsaciones aumentan, lo siento, aunque sé que no va a pasar nada, vuelve a mirarme, se para frente a la puerta, no va a hacer nada, se va a ir, todas mis ilusiones perdidas, vacías, yo lo miro, él ya no, baja y lo pierdo entre la gente, la oscuridad, las sombras. La pareja enfrente mío está a los besos. En la ventana luces lejanas. Ya está, suspiro: ya pasó.
Una o dos estaciones después, sube un chico de los que me gustan a mí, alto, barba, un poco desgarbado, se sienta en el piso, en el vagón siguiente, estamos en diagonal, lo miro, algo de él me atrae, ahora soy yo la que mira fijo, cada vez que mira hacia donde estoy yo me empieza a latir más fuerte el corazón, lo juro, tan sola como para que intercambiar miradas con un extraño en el tren sea el momento más emocionante del día (y quién dice tal vez de la semana). Empiezo con mi fantasía romántica adolescente delirante: lo veo sacar algo de la mochila, pienso quizás un cuaderno, un papel, algo para anotarme su mail o su teléfono y entregármelo antes de bajarse. Me pongo nerviosa. Y al mismo tiempo, realismo: eso no va a suceder, tu vida no es un guión de Hollywood. Lo miro, pero cuando lo veo girar hacia mí, vuelvo a la ventana, no puedo, me da miedo, me reconozco inútil e infantil, cómo puede intimidarme algo que ni siquiera existe, que es puro producto de mi imaginación. Pasan estaciones y pequeños puntos luminosos en la distancia, de reojo lo veo levantarse y otra vez las pulsaciones aumentan, lo siento, aunque sé que no va a pasar nada, vuelve a mirarme, se para frente a la puerta, no va a hacer nada, se va a ir, todas mis ilusiones perdidas, vacías, yo lo miro, él ya no, baja y lo pierdo entre la gente, la oscuridad, las sombras. La pareja enfrente mío está a los besos. En la ventana luces lejanas. Ya está, suspiro: ya pasó.
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