Desde las primeras horas de la mañana
el ruido es ensordecedor,
tiemblan los muebles, se sacude el polvo.
Seis pisos en la mente de un arquitecto:
madera, hierro, concreto.
Golpe tras golpe en forma vertical
se eleva por encima de la copa de los árboles.
Refulgen contra el sol estival
los cascos amarillos.
Martillo en mano áspera
y un idioma extraño que gana terreno
sobre el humo y el polvo
del esqueleto de hormigón.
Los ruidos que escuchamos durante la noche
nos pusieron de pie. El agua seguía intacta
en el vaso de la mesa de luz. Pero no había luz,
temblor ni movimiento
bajo el espejo de agua mineral.
Hurgando en tu basura, en el fondo de la casa,
reptaba el joven poeta.
No es venenoso, ya pasó.
Tu mujer se inclina en la cama hacia el lado oscuro.
Pasan las horas chicas
y el taxista cabecea de sueño
en un cruce de calles.
Al amanecer, las huellas no me dejan mentir:
zapatillas deportivas sobre el alquitrán.
Cuándo van a terminar
este maldito edificio
que vino a perturbar
el centro de nuestro descontento.
En un galpón inmenso lo dejamos.
Fallaba por todos lados
y el hombre de overol nos dijo
que era por el uso constante.
El hombre de overol siempre sabe all.
Libros usados, ropa usada
una feria larga y luminosa
que serpentea bordeando el parque.
Cuando la desmontan, quedan papeles
a la deriva, que se agarran desesperados,
a las matas del césped.
Los que tienen mala suerte son aplastados
por las zapatillas deportivas
del primer footing matutino.
Si algo se usa demasiado, se acaba.
Tan sencillo y a la vez tan difícil.
Mañana cuando estés sola, pensá en mí.
Boca abajo en la cama, rezando
en la iglesia negra, pensá en mí.
Reclinada a presión,
entre dos asientos incómodos
cruzando el océano a la velocidad del sonido,
pensá en mí. La última imagen antes de dormir
que sea para mí.
Duro de reparar, años de uso.
El hombre de overol
mueve sus herramientas
hundido en el foso del taller mecánico.
No hay caso, dice, el poema no arranca,
el matrimonio no arranca,
el día no arranca.
el ruido es ensordecedor,
tiemblan los muebles, se sacude el polvo.
Seis pisos en la mente de un arquitecto:
madera, hierro, concreto.
Golpe tras golpe en forma vertical
se eleva por encima de la copa de los árboles.
Refulgen contra el sol estival
los cascos amarillos.
Martillo en mano áspera
y un idioma extraño que gana terreno
sobre el humo y el polvo
del esqueleto de hormigón.
Los ruidos que escuchamos durante la noche
nos pusieron de pie. El agua seguía intacta
en el vaso de la mesa de luz. Pero no había luz,
temblor ni movimiento
bajo el espejo de agua mineral.
Hurgando en tu basura, en el fondo de la casa,
reptaba el joven poeta.
No es venenoso, ya pasó.
Tu mujer se inclina en la cama hacia el lado oscuro.
Pasan las horas chicas
y el taxista cabecea de sueño
en un cruce de calles.
Al amanecer, las huellas no me dejan mentir:
zapatillas deportivas sobre el alquitrán.
Cuándo van a terminar
este maldito edificio
que vino a perturbar
el centro de nuestro descontento.
En un galpón inmenso lo dejamos.
Fallaba por todos lados
y el hombre de overol nos dijo
que era por el uso constante.
El hombre de overol siempre sabe all.
Libros usados, ropa usada
una feria larga y luminosa
que serpentea bordeando el parque.
Cuando la desmontan, quedan papeles
a la deriva, que se agarran desesperados,
a las matas del césped.
Los que tienen mala suerte son aplastados
por las zapatillas deportivas
del primer footing matutino.
Si algo se usa demasiado, se acaba.
Tan sencillo y a la vez tan difícil.
Mañana cuando estés sola, pensá en mí.
Boca abajo en la cama, rezando
en la iglesia negra, pensá en mí.
Reclinada a presión,
entre dos asientos incómodos
cruzando el océano a la velocidad del sonido,
pensá en mí. La última imagen antes de dormir
que sea para mí.
Duro de reparar, años de uso.
El hombre de overol
mueve sus herramientas
hundido en el foso del taller mecánico.
No hay caso, dice, el poema no arranca,
el matrimonio no arranca,
el día no arranca.
Fabián Casas
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