Paisaje de desván de cosas inconclusas y ya viejas
arrumbadas sin orden.
La luz dorada de la tarde de verano
lo vuelve bello como una mano muerta.
El andén silencioso sin los trenes.
Tu Citroen estacionado afuera.
Si esto fuera una película francesa
vendríamos huyendo de algo.
Nos sentamos en el bar casi desierto
por donde el tiempo hace veintiséis años que no pasa.
Las paredes son de un verde espeso, como en un óleo
y los espejos parecen aguas estancadas.
En el silencio antiguo, el tiempo se ahonda
y reconozco, en los bananeros iluminados por el sol
al otro lado de las vías de maniobras, un lugar de mi infancia.
La puerta del bar enmarca ese fragmento de otro tiempo
que aquí, al sur de todo, se ha conservado intacto.
Allá está la cortina de tiras de hule
de cuyas estrías guardo un recuerdo táctil.
Aquellas cortinas venían multicolores
y hacían "flap, flap, flap" cuando se las atravesaba
a gran velocidad y baja altura
siendo niños, sin una imagen que cuidar.
Ah, volver a ser así de leves.
Irnos de todo. Irnos de nuestras vidas.
Pagar todas las deudas y vender todo
y venirnos a vivir aquí y ahora,
de vacaciones por toda la eternidad
al presente que es nunca.
Mirás por la ventana como desde un tren.
Quizás estemos realmente huyendo de algo.
Tu cara blanca, dorada por la luz
es absoluta, como en un óleo de Hopper.
Hablar, decir "la luz", decir "Hopper", es arruinarlo todo.
En realidad, no deberíamos decir nada.
Sólo tenemos esto. El sol que cae.
Aquel edificio que lo tapa.
Beatriz Vignoli
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