Que nos trague la tierra.
Pero que no nos trague todavía.
Que todavía se mueva,
rumbo al oficio y a la posesión.
Y que vea algunos lugares
antiguos, otros inéditos.
Que sienta frío, calor, cansancio;
se detenga un momento; continúe.
Que descubra en su movimiento
fuerzas desconocidas, contactos.
El placer de estirarse; o de
enrollarse, quedar inerte.
Placer del equilibrio, placer del vuelo.
Placer de escuchar música;
sobre papel dejar que se deslice la mano.
Irreductible placer de los ojos;
ciertos colores; cómo se deshacen, cómo se adhieren;
ciertos objetos, diferentes bajo una nueva luz.
Que todavía sienta el olor de la fruta,
de la tierra en la lluvia, que agarre,
que imagine y grabe, que recuerde.
Tiempo de conocer a algunas personas más,
de aprender cómo viven, de ayudarlas.
De ver pasar este cuento: el viento
sacudiendo la hoja; la sombra
del árbol, parada un instante,
alargándose con el sol, y deshaciéndose
en una sombra mayor, de ruta sin tráfico.
Y de mirar esta hoja, si cae.
Retenerla en la caída. Tan seca, tan tibia.
Seguro tiene un olor, particular entre mil.
Un diseño, que se reproduce al infinito,
y cada hoja es diferente.
Y cada instante es diferente, y cada
hombre es diferente, y somos todos iguales.
En el mismo vientre y oscuridad inicial, en la misma tierra
el silencio global, pero que no sea ahora mismo.
Que antes otros silencios me penetren,
que otras soledades derrumben o arrullen
mi pecho; quedar parado enfrente de esta estatua: es un torso
de mil años, recibe mi visita, prolonga
para atrás mi soplo, igual a mí
en calma, no importa el mármol, me completa.
Tiempo de saber que algunos errores cayeron, y la raíz
de la vida se volvió más fuerte, y los naufragios
no cortaron ese lazo subterráneo entre los hombres y las cosas:
que los objetos continúan, y el temblor incesante
no desfiguró el rostro de los hombres;
que somos todos hermanos, insisto.
En mi falta de recursos para refrenar el fin,
aunque me sienta grande, del tamaño de un chico, del tamaño de una torre,
del tamaño de la hora, que se va acumulando siglo tras siglos y causa vértigo,
del tamaño de cualquier João, porque somos todos hermanos.
Y que la tristeza de dejar a los hermanos me haga desear
una partida menos inmediata. Ah, también pueden reírse,
no de la disolución, sino del hecho de que alguien se le resista,
de que otras vengan después, de que todos vayamos a ser hermanos,
en el odio, en el amor, en la incomprensión y en lo sublime
cotidiano, todo, pero todo es nuestro hermano.
Tiempo de despedirme y de contar
que no espero otra luz más allá de la que nos envolvió
día tras día, noche tras noche, pabilo tenue,
lamparita fulgurante, antorcha, linterna, chispa,
estrellas reunidas, fuego en el bosque, sol en el mar,
sino que esa luz alcanza, la vida es suficiente, que el tiempo
es buena medida, hermanos, vivamos el tiempo.
Que la enfermedad no me intimide, que no pueda
llegar hasta ese punto del hombre donde todo se explica.
Una parte de mí sufre, otra pide amor,
otra viaja, otra discute, la última trabaja,
soy las comunicaciones, ¿cómo puedo estar triste?
Que la tristeza no me liquide, sino que venga también
en la noche de lluvia, en el camino cenagoso, en el bar que cierra,
que luche lealmente con su presa,
y reconozca el día entrando en explosiones de confianza, olvido, amor,
al final de la batalla perdida.
Que este tiempo, y no otro, sature el living, bañe los libros,
que se insinúe en los bolsillos, en los platos: con un destello sórdido o potente.
Y que le saquen toda la miel a los domingos;
el diamante a los sábados, la rosa
del martes, la luz del jueves, la magia
de las horas matinales, que nosotros mismos elegimos
para nuestro dispendio personal, esa parte secreta
de cada uno de nosotros, en el tiempo.
Y que la hora esperada no sea vil, manchada de miedo,
sumisión o cálculo. Lo sé, un elemento de dolor
la roe por la base. Será rígida, siniestra, desierta,
pero no quiero que niegue las otras horas ni las palabras
dichas antes con voz firme, los pensamientos
maduramente pensados, los actos
que tras de sí dejaron situaciones.
Que la risa sin boca no la aterre,
y que la sombra de la cama calcárea no la hinche de súplicas,
dedos torcidos, lívido
sudor de remordimiento.
(...)
Pero que no nos trague todavía.
Que todavía se mueva,
rumbo al oficio y a la posesión.
Y que vea algunos lugares
antiguos, otros inéditos.
Que sienta frío, calor, cansancio;
se detenga un momento; continúe.
Que descubra en su movimiento
fuerzas desconocidas, contactos.
El placer de estirarse; o de
enrollarse, quedar inerte.
Placer del equilibrio, placer del vuelo.
Placer de escuchar música;
sobre papel dejar que se deslice la mano.
Irreductible placer de los ojos;
ciertos colores; cómo se deshacen, cómo se adhieren;
ciertos objetos, diferentes bajo una nueva luz.
Que todavía sienta el olor de la fruta,
de la tierra en la lluvia, que agarre,
que imagine y grabe, que recuerde.
Tiempo de conocer a algunas personas más,
de aprender cómo viven, de ayudarlas.
De ver pasar este cuento: el viento
sacudiendo la hoja; la sombra
del árbol, parada un instante,
alargándose con el sol, y deshaciéndose
en una sombra mayor, de ruta sin tráfico.
Y de mirar esta hoja, si cae.
Retenerla en la caída. Tan seca, tan tibia.
Seguro tiene un olor, particular entre mil.
Un diseño, que se reproduce al infinito,
y cada hoja es diferente.
Y cada instante es diferente, y cada
hombre es diferente, y somos todos iguales.
En el mismo vientre y oscuridad inicial, en la misma tierra
el silencio global, pero que no sea ahora mismo.
Que antes otros silencios me penetren,
que otras soledades derrumben o arrullen
mi pecho; quedar parado enfrente de esta estatua: es un torso
de mil años, recibe mi visita, prolonga
para atrás mi soplo, igual a mí
en calma, no importa el mármol, me completa.
Tiempo de saber que algunos errores cayeron, y la raíz
de la vida se volvió más fuerte, y los naufragios
no cortaron ese lazo subterráneo entre los hombres y las cosas:
que los objetos continúan, y el temblor incesante
no desfiguró el rostro de los hombres;
que somos todos hermanos, insisto.
En mi falta de recursos para refrenar el fin,
aunque me sienta grande, del tamaño de un chico, del tamaño de una torre,
del tamaño de la hora, que se va acumulando siglo tras siglos y causa vértigo,
del tamaño de cualquier João, porque somos todos hermanos.
Y que la tristeza de dejar a los hermanos me haga desear
una partida menos inmediata. Ah, también pueden reírse,
no de la disolución, sino del hecho de que alguien se le resista,
de que otras vengan después, de que todos vayamos a ser hermanos,
en el odio, en el amor, en la incomprensión y en lo sublime
cotidiano, todo, pero todo es nuestro hermano.
Tiempo de despedirme y de contar
que no espero otra luz más allá de la que nos envolvió
día tras día, noche tras noche, pabilo tenue,
lamparita fulgurante, antorcha, linterna, chispa,
estrellas reunidas, fuego en el bosque, sol en el mar,
sino que esa luz alcanza, la vida es suficiente, que el tiempo
es buena medida, hermanos, vivamos el tiempo.
Que la enfermedad no me intimide, que no pueda
llegar hasta ese punto del hombre donde todo se explica.
Una parte de mí sufre, otra pide amor,
otra viaja, otra discute, la última trabaja,
soy las comunicaciones, ¿cómo puedo estar triste?
Que la tristeza no me liquide, sino que venga también
en la noche de lluvia, en el camino cenagoso, en el bar que cierra,
que luche lealmente con su presa,
y reconozca el día entrando en explosiones de confianza, olvido, amor,
al final de la batalla perdida.
Que este tiempo, y no otro, sature el living, bañe los libros,
que se insinúe en los bolsillos, en los platos: con un destello sórdido o potente.
Y que le saquen toda la miel a los domingos;
el diamante a los sábados, la rosa
del martes, la luz del jueves, la magia
de las horas matinales, que nosotros mismos elegimos
para nuestro dispendio personal, esa parte secreta
de cada uno de nosotros, en el tiempo.
Y que la hora esperada no sea vil, manchada de miedo,
sumisión o cálculo. Lo sé, un elemento de dolor
la roe por la base. Será rígida, siniestra, desierta,
pero no quiero que niegue las otras horas ni las palabras
dichas antes con voz firme, los pensamientos
maduramente pensados, los actos
que tras de sí dejaron situaciones.
Que la risa sin boca no la aterre,
y que la sombra de la cama calcárea no la hinche de súplicas,
dedos torcidos, lívido
sudor de remordimiento.
(...)
Carlos Drummond de Andrade
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