¿En serio dije eso?, preguntás, recién despierta del efecto
de los químicos. A veces la voz recuerda sola y dice
lo que la memoria silencia, pero esta vez no. Parecías una viajera
del tiempo que, venida de un cabaret de los años veinte, aterrizara
en una habitación casi vacía, blanca y quieta. Te brillaban a la luz
del velador -flacos- los pómulos. Tuve que contarte,
como a un recién llegado, las vicisitudes de la casa en tu ausencia.
Sólo que en este caso, la casa que habías
abandonado era tu cuerpo. Resulta que algo te dolía anoche, dije,
de una forma que no era posible, que simplemente
no lo era, y decidió el dolor por vos administrarse algún calmante,
de ésos que parecen hechos para suspender,
junto con el dolor, toda posible noción de ser
una persona, y te calman a la vez que te colman de un sueño vacío:
campo recién arado en primavera, ni el tallito
de una flor asomando queda, todo cortado al ras,
un paisaje dormido al que el viento
empuja suavemente a un precipicio donde va a desaparecer
sin resistencia, sin aferrarse a insectos ni raíces,
a esa vida ansiosa y tímida que no quiere morir pero no puede
valerse por sí misma. Sí, eso dijiste, contesté,
y repetí tus frases como si te estuviera devolviendo
un manojo de perlas caídas de un collar que la noche anterior
se desprendió de tu cuello.
No haber estado nunca allí quisiste,
nunca en tu cuerpo, como si de una pócima mágica
vaciada en tu sangre pudiera caer la fórmula
para que aquéllos que alguna vez crecieron a la luz del sol
ahora crezcan a la inversa, abrigados en la oscuridad
que de todo protege, menos
de las palabras que se dicen mientras soñamos
de las frases que se filtran mansamente,
involuntarias y certeras, y explotan como burbujas
cuando el aire del día las toca, a la mañana siguiente.
de los químicos. A veces la voz recuerda sola y dice
lo que la memoria silencia, pero esta vez no. Parecías una viajera
del tiempo que, venida de un cabaret de los años veinte, aterrizara
en una habitación casi vacía, blanca y quieta. Te brillaban a la luz
del velador -flacos- los pómulos. Tuve que contarte,
como a un recién llegado, las vicisitudes de la casa en tu ausencia.
Sólo que en este caso, la casa que habías
abandonado era tu cuerpo. Resulta que algo te dolía anoche, dije,
de una forma que no era posible, que simplemente
no lo era, y decidió el dolor por vos administrarse algún calmante,
de ésos que parecen hechos para suspender,
junto con el dolor, toda posible noción de ser
una persona, y te calman a la vez que te colman de un sueño vacío:
campo recién arado en primavera, ni el tallito
de una flor asomando queda, todo cortado al ras,
un paisaje dormido al que el viento
empuja suavemente a un precipicio donde va a desaparecer
sin resistencia, sin aferrarse a insectos ni raíces,
a esa vida ansiosa y tímida que no quiere morir pero no puede
valerse por sí misma. Sí, eso dijiste, contesté,
y repetí tus frases como si te estuviera devolviendo
un manojo de perlas caídas de un collar que la noche anterior
se desprendió de tu cuello.
No haber estado nunca allí quisiste,
nunca en tu cuerpo, como si de una pócima mágica
vaciada en tu sangre pudiera caer la fórmula
para que aquéllos que alguna vez crecieron a la luz del sol
ahora crezcan a la inversa, abrigados en la oscuridad
que de todo protege, menos
de las palabras que se dicen mientras soñamos
de las frases que se filtran mansamente,
involuntarias y certeras, y explotan como burbujas
cuando el aire del día las toca, a la mañana siguiente.
Claudia Masin
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