La mañana del día en que morís, cierro los ojos y trato de rezar en lugar de dormir. Pero mi cuerpo flota lentamente, como seguro el tuyo por la medicación. Voy a parar al mar y vos estás conmigo. El agua nos arrastra por ahí, muy lejos y nos lleva hasta la costa, la arena una sorpresa apenas tibia. Si todo fuera un sueño, podríamos pescar en este agua salada, y mirar para arriba y sólo ver los pájaros de blanco, después el cielo azul, luego otra vez los pájaros. Veríamos la luna inofensiva, una aguaviva que, como la muerte, ya no pica. Hasta acá llega el sueño. Hasta acá el rezo. La sombra ya se acerca, poco a poco, el filo que no deja nada sin cortar. Se te escurre la mano de la mía. Tu único ojo abierto, que antes no paraba de mirar, ahora empieza a cerrarse. “Despertate”, me gustaría decirte. “¿Para qué tanto apuro?”. Pospongamos el viaje. Que otra gente se lleve el camión de la mudanza, los pasajes, el vaso que te roza ahora los labios. Yo n...