Qué locura que el lenguaje casi llegue a significar
y qué miedo que no llegue del todo. “Amor”, decimos,
“Dios”, decimos, “Roma” y “Michiko”, escribimos, y las palabras
se equivocan. Decimos “pan” y significa algo distinto
según el país. En francés no hay palabra para decir hogar,
y en inglés no hay palabra para el placer estricto. Hay un pueblo
en el norte de la India que está desapareciendo porque su antigua
lengua no tiene expresiones de cariño. Soñé con vocabularios
perdidos que podrían expresar en parte lo que ya
no podemos. Tal vez los textos etruscos finalmente puedan
explicar por qué las parejas enterradas en sus tumbas
sonríen. O tal vez no. Cuando se tradujeron las miles
de misteriosas tablillas sumerias, parece
que resultaron ser transacciones comerciales. ¿Y si son
poemas o salmos? Mi júbilo es lo mismo que doce
cabras etíopes en silencio bajo el sol de la mañana.
Señor, Tú eres terrones de sal y lingotes de cobre,
espléndido como la cebada madura, ágil por la labor del viento.
Sus pechos son seis bueyes cargados con rollos
de algodón egipcio de largas fibras. Mi amor son cien
ánforas de miel. Cargamentos de thuja son
lo que mi cuerpo quiere decirle al tuyo. Son jirafas
este deseo en la penumbra. Tal vez el espiral de la escritura minoica
no sea una lengua sino un mapa. Lo que más sentimos no
tiene nombre, sino ámbar, arqueros, canela, caballos y pájaros.
JACK GILBERT
Trad. Ezequiel Zaidenwerg
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