Hoy, 10 de octubre, Clara Virgili se levanta, a pesar de que es sábado, a las siete de la mañana para prepararle el desayuno a su marido, Ernesto, ya que es su aniversario de casados y ella piensa que en esta fecha tan especial, su querido Ernesto merece ser bien atendido. En un día de primavera, cálido como el de hoy, una Clara veinte años más joven, con poco maquillaje, el pelo lacio recogido, vestido blanco, collar de perlas, aceptaba a Ernesto, doce kilos menos, entradas menos pronunciadas, traje oscuro, corbata de seda, como su legítimo esposo para acompañarlo y cuidarlo desde aquel día y por toda la eternidad, en las buenas y en las malas, en la riqueza y en la pobreza, tanto en la salud como en la enfermedad, y juraba así, amarlo y protegerlo por el resto de su vida, tal como lo hace el día de hoy, y como lo hizo durante sus veinte años de matrimonio. Clara baja a comprar las medialunas en la panadería que a su marido tanto le gusta y vuelve para preparar el café con la máquina express que su hermana les regaló para Navidad, porque Paula, que no se casó y en lugar de eso estudió arquitectura, ahora gana millones con los edificios de Puerto Madero, y por fin puede demostrar que a diferencia de Clara, ella jamás necesitará que ningún hombre la mantenga, porque maneja su propio dinero y es capaz de regalarle a su hermana esa máquina de café express que ella tanto quería y que no hubiera podido comprar porque es sin dudas demasiado cara. En todo caso eso a Clara no le importa, porque hoy, aunque hace meses que Ernesto ya no la mira, ni la escucha, sabe que él va a darse cuenta de lo importante que es ella y va a pedirle perdón, perdón mi amor por descuidarte así, perdón bombón, perdón mi vida, perdón Clarita querida, porque Ernesto siempre fue un poco poeta, mucho antes de casarse ya le mandaba cartas con versos tiernos que hacían suspirar a una Clara de pollera a cuadros y jumper azul. Y ahora, ella, juvenil en su vestido rosado, toma una bandeja y dispone las medialunas en el plato y sirve el café en dos tazas y la leche caliente aparte, porque hay que servirlo bien, como lo haría su hermana, y así es como, radiante, se dirige hacia la habitación donde su esposo, de seguro, la recibirá con una sonrisa y después de pedirle perdón, le dirá que la quiere como a nadie y que está más linda que nunca. Entonces Clara se inclina sobre un Ernesto aún dormido y lo besa en la frente para escucharlo decir qué linda sos, Paula, te quiero como a nadie.
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