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Las carreras

Debe haber algo.
Si todo
se mueve cada vez más rápido, debe haber
algo que no se
mueva cada vez más rápido. Algo
si no completamente quieto, lo suficientemente
lento como para tocarlo.
¿Qué piensa de eso el agente de tránsito
con su gorra y su chaleco amarillo, inmóvil, parado
exactamente sobre la línea divisoria
de lo que está entrenado para detener
cuando no se detiene: cuatro carriles que confluyen sólo
si hay un choque, y de lo contrario fluyen como un río hacia su muerte,
o como aquellas cosas que desea el río y con las que hace lo que quiere:
peces, cieno, basura, el cadáver de alguien que le tuvo confianza.
¿Qué pasa con las líneas amarillas
pintadas en mitad de la calle, paralelas, que de inmediato empiezan a descascararse
por la fricción de las ruedas contra el pavimento?
Debe haber algo que sepa cómo bajar la velocidad
sin frenar; debe haber una manera de mirarlo de frente mientras aún se mueve.
Una vez, en las montañas, con calzado inadecuado,
me recosté con otra gente
en una escalinata limpia de piedras alargadas y planas
que la nieve había aprendido a rodear
al bajar derritiéndose por las laderas.
(No sé si la presencia de otra gente
lo haya hecho más lento o más rápido).
Cuando cerré los ojos,
lo único que escuchaba era el agua.
(Hubo una vez en que lo único que escuchaba era el agua).
Pero el agua se movía con rapidez.
¿Hay algo que avance
sin avanzar todavía más rápido?
¿Cómo lo vivirá la joven estudiante de ópera que se para en el parque
para cantar, con la gente que corre alrededor de ella con su ropa de neón
como lasers? ¿O el vendedor de mangos que pela una infinidad de mangos
y que corta rodajas de una fruta tras otra
tras otra más? ¿O ese grupo de amigos
que se empeña en hacer volar un globo de aire caliente con forma de estrella
por sobre la autopista sin que se incendie?
No se me ocurre cómo hacerlo
sin que se incendie, o se detenga.
No se me ocurre nada que no empiece con una vez,
aunque se repita sin parar.
Una vez, a un amigo, un colibrí
se le cayó muerto a los pies; me dijo que le sorprendió lo pesado
que era cuando lo levantó.
Una vez, vi a un borracho tambaleándose por las vías del tren.
Una vez, escuché caer un vaso, que se quebró
mientras el saxofonista sostenía una nota grave y dulce por tanto tiempo
que me quedé esperando que volviera a respirar
o que se le rompiera el corazón.
Una vez, y otra vez, y otra vez, el momento de acercar mi cara
a otra, como si fuera la primera vez,
O la última; aunque el acercamiento
la arranca de raíz, la abre como una naranja,
la boca detenida para encontrarse con la boca de la fruta,
aunque sea un instante.
Si hay algo que sepa bajar la velocidad y sin embargo
seguir siempre adelante,
quisiera aprender de eso.
¿En qué es
que se convierten, el nadador profesional,
el hacktivista insomne, el ávido coleccionista de latitas, el padre de una hija
que sola se hace trenzas en el pelo antes de dormir?
Debe haber una forma de mirarlos mientras aún están creciendo,
ver el agua, los números, la avidez y la hija,
de alguna forma, sin tenerles miedo a ellos
ni a adónde van.
No la forma en que yo esperaba dentro de un colectivo, en un semáforo
en una ciudad a la vez detenida y atestada:
esa pausa duró de una manera que sentí literalmente
eterna, o que podía volverse eterna, todo mi deseo
agolpado en el movimiento que se me negaba,
una frustración casi erótica
en su impotencia. Lo que pensé, una vez,
cobardemente,
antes de que otra vez el colectivo se tambaleara hacia adelante y siguiera camino
hacia quién sabe dónde
después de que bajara yo,
porque ésa es la parte de la que no me acuerdo,
fue me voy a quedar acá para siempre, fue
me voy a quedar acá el resto de mi vida.



Robyn Myers

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